Algoritmo demasiado humano

Un nombre no es el espejo exacto de las cosas.
¿Qué se precisa para entender el mundo?
Botellas que flotan en
paisajes remotos,

ciudades de arena enterradas,
sentencias blasfemas,
palabras ancestrales.
Pájaros de ébano levantan el vuelo
entre la espuma de las ensoñaciones.
Un padre y un hijo flotan en el río
luego de buscar hasta el cansancio un elíxir contra el pulso de muerte.
Es la arquitectura de lo inefable:
fósiles servidos en una bandeja de jaspe.

A lo lejos veo una niña.

Cubre con su pequeña mano
los ojos de su muñeca,
que abren y cierran:
ella no quiere observe las ruinas de la ciudad donde construyeron sueños

un paseo en bicicleta

y la sombra tras ella jugando

a buscar la luna.

Se escinde el mundo ante sus ojos:
muecas desafiantes,
gestos de conjuro,
un acto lingüístico de execración,
mefistofélica risa adivinatoria.
Es el olvido absoluto en la forma de las cosas.

Arcanum

Por encima de todo
huyendo de la hoguera
se resiste el mercurio a perder su forma.
La membrana líquida de plata
halla la temperatura de mi gesto
que sorbe del abismo
un vacío
un lenguaje
un salto al silencio
cuya velocidad teje una camisa de fuerza:
la palabra es querer decir el universo,
extender los tentáculos
lo más que se pueda
como un barco que se hunde.
En el agua marina
revelar el alcance
que lleva la neblina al cárcavo,
anunciando la conflagración de un bosque
contenida.
En esa profundidad
se guarda
el sentido del mundo.
Un cazador de sueños
custodia la mordedura,
hipnotista
que incendia la mirada
de un animal mítico:

no parpadea
porque nunca duerme.
Así no decolora el recuerdo
guardado en la resina ocre
del ámbar de su ojo,

fósil de recuerdos,
álbum que no calla sino
extiende tentáculos,
humo fugitivo de la hoguera
para decir lo indecible.
Óleo azul sobre rieles
o una escalera.
Yace un fantasma
con alas de humo
para hacer volar las cosas
que de los ojos escapan.

Dopplegänger

Sólo recuerdo el remolino de hojas que se formó en el vapor que defracta la imagen sobre la carretera. Recuerdo el efecto. Una centrífuga en alta velocidad. Vorágine. Como una peña que cae. Me acordé de las veces que bajábamos a Salinas, un camino angosto desde Aibonito, y una gran piedra agarrada de la nada. Desde aquellos paseos pensaba en la muerte.

Luego de dar vueltas y recorrer varios metros se detuvo el carro. Era la súbita certeza en un espiral sumada a la certeza asentada de una carretera vacía. Yo que pensaba que la vida era eso. Una angosta carretera vacía pero sin certezas. Soñaba constantemente que iba en bicicleta en una autopista. Esta vez no era un sueño, transitaba bordeando la muerte y no lo sabía.

Vi la figura de un gato.

En el asfalto.

Mojado como el asfalto de un video en mtv de los ochenta. El gato era una línea que salía desde el asfalto y al asfalto regresaba. Parecido al dibujo de la boa que se tragó al elefante. La superficie del gato brillaba con la luz de la luna. El gato era una línea iridiscente que temblaba. Cuántas vidas tendría ahora. El mundo daba vueltas y yo temblaba de manera más pendeja que aquel gato. Aceleré y me perdí de todo aquello. Pude haberme detenido, sí, tienes razón, pero la noche y esa carretera no mezclan.

Lo único que sentí fue un leve golpetazo. Pero en mi cabeza la certeza del momento era la muerte. En ese remolino estaba yo solo, el gato estaba afuera. Pero yo ni lo sabía. Luego de detenerme pensé que era un bulto. Hasta que vi sus orejas levantarse, de seguro hubiese vivido, de seguro sí. Entiende de una vez que no podía detenerme. Un gato satisfecho no se lanza a la calle. Tal vez alguien lo abandonó o no tenía dueño. Entonces me recriminabas lo del gato con esos movimientos de abanico en high con las manos bien cerca de mi cara, como si el susto que pasé fuese poca cosa. Y habías leído ese día la noticia de los hallazgos en el Saqqara. Creeías que era enternecedor la costumbre de envolver en lino a los gatos y yo te decía que no sólo a los gatos sino leones, cocodrilos, monos y ratones y tú insistías en los gatos, ah, los gatos: eso era otra cosa. Y yo miraba tus ojos, y tus palabras se iban a la tumba donde van a parar los ecos. Yo me fijaba en superficie que se esconde tras la vidriosa esfera de tus ojos enfurecidos. Se me parecía al color de Kepler-186f. Veía tus cejas arqueadas hacia adentro, como las de un pinball.

¿Cómo si milenios antes, toda una civilización tendría este ritual para los gatos y a mi no me importó dejar uno en la calle? Preguntabas alterada.

Pero desde cuándo nos volvimos tan frágiles. Es un gato. Tan simple esa palabra, tan simple es encontrarse con uno. Simple es pronunciarlo, simple sentir su mirada, ¿has contado cuántas veces un gato ha puesto su mirada sobre ti? ¿No entiendes lo aterrador de una calle vacía a esa hora? No entiendes que aún queda un terror y de los más terribles. La mirada de un gato a esa hora, precisamente en esa carretera. ¿Sabes de qué está hecho el mundo a esa hora? ¿Sabes de qué está hecha la mirada de un gato a esa hora?

Pero el que tenía que vivir con la angustia del gato era yo. El gato podría estar vivo pero igual pudo haber muerto. Creo que todo pude pensarlo al recordarlo súbitamente por primera vez. Fue un hervor esclarecedor. Pero en aquel momento sentía la curvatura del tiempo, daba vueltas y parecía no poder pensar, el remolino a alta velocidad y el gato en alguna parte; afuera. No hallaba imaginar cuánto podría durar el recuerdo de aquel frío, la neblina, la carretera. Temblándome las piernas guié hasta una estación de gasolina. Me detuve. Había dos chamacos. Uno con la pierna trepada como flamingo contra la pared, el otro con una botella en mano y la otra haciendo movidas de director de orquesta en temporada primaveral. Entré. Compré una botella de agua y un beef jerky. Pedí unos cigarrillos. Salí de regreso al auto. Encendí el motor. Aceleré lento. Regresé al lugar a ver si veía al gato. Me detendría. Lo salvaría. Pero fue inútil. Pasé con las luces largas y nada que ver. Me pareció ver la imagen de una figura vestida con piel de pantera cruzando la calle. De seguro era intentando no sentirme solo. ¿Sabías que según el color del aceite y las lámparas de alabastro se lee el futuro? Lo leí en alguna parte. Pensé que lo que fuese leído en la palma de mi mano o en la borra de café al fondo de la taza era la palabra misma como conjuro y ese conjuro causa perplejidad. El recuerdo es una suerte de perplejidad. Tenía que encontrar al gato si quería estar tranquilo. Todo intento rayó en la inutilidad. Trataba de explicarte que en tus ojos yo veía esa superficie, de la cual no tenemos idea de su temperatura. Tampoco tengo idea de tu temperatura. Como no la tuve de aquel gato. Sabía que te parecería atroz y cobarde. Ahora mismo no tengo idea de su temperatura. Nunca sabré. Y esto en sí es una perplejidad.

Pensaba todo esto mientras pasaba lento en el auto buscando al gato. El espacio dimensional que ocupaba su figura me recordaba los intersticios en las figuras de encantamiento visual del palacio de Alhambra. Con la precisión de un reloj atómico mi mente urdía teorías de la probabilidad de vida que pudiese tener el felino. La posible ecuación de relatividad para este evento extremo. Hubiese podido calcular la distancia entre el evento y la posible muerte del animal. ¿Pero qué digo? El enigma contenido en un agujero negro o las configuraciones aleatorias de un cuarzo a metros de profundidad en una cueva mineral son tan inaprensibles como la teoría de vida o muerte de aquel gato.

Las anotaciones que Heródoto hiciera sobre la batalla de Pelusio y el libro perdido de Polieno, ‘Estratagemas’, narran cómo el ejército Persa venció al hijo del Faraón que había muerto cobrándole a éste el engaño de su padre. En los escudos la imagen de Bastet, con su sistro y una mirada felina cuyo semblante no podría ser dañado ni remotamente por los egipcios. Lanzaron gatos hacia las almenas hasta lograr la victoria persa luego de atravesar la península del Sinaí. Heródoto cuenta que matar a un gato resultaba en una condena que hasta costaba la vida. Los arqueros egipcios simplemente no podían lanzar al ver la imagen de Bastet cuyo doble era Sekhmet: su ira traería desgracias mayores para el reino. Tras la contienda, miles de cráneos fueron hallados luego que la tormenta de arena terminase. Como una canción antiquísima, papiros óseos cuyo críptico lenguaje oculta las razones por las cuales el Sol desciende a los infiernos.

No era casualidad que las estatuas de los gatos difuntos fuesen colocadas de cara al sur. Gatos con bocas purificadas con natrón e incienso. Las bocas de las estatuas que acompañaban a los cadáveres perfumados eran ungidas con elixires de plantas milenarias y arenas subterráneas. El cuerpo embalsamado y la estatuilla en una danza de transubstanciación. La estatua era el doble de los difuntos. Incluyendo los gatos del Nilo. Tendría un escarabajo tallado en piedra verde sobre el pecho, corazón que guarda lo vivido. Heródoto contaba que cada vez que se moría un gato el dueño se afeitaba las cejas en señal de luto. Los ojos al desnudo del dolor. Moría un gato y nacía una máscara anodina que marcaba una ausencia sacra. Los arqueólogos han estimado que hubo hallazgos de piedras preciosas, pócimas y aromas de recetas secretas donde había cientos de gatos momificados enterrados junto a momias que simulaban envolver en lino a la misma especie pero que resultaron estar vacías.

Las alquimias que profesaban en la palabra del ritual eran una forma de vida. Lo embalsamado es acompañado de jade. Piedras mágicas que contenían el tiempo vivido y el tiempo del enigma. A su vez, las bocas de las estatuillas se frotaban con grasa y se humedecían con leche. Les acompañaba un escarabajo en resina engastado en oro y un texto grabado de naturaleza críptica. Frascos de alabastro. Inscripciones secretas. Esa palabra que transita la muerte como materia y que al proferirse es creadora de realidades. El cuerpo del gato momificado es un fluir constante. Un río. Bordeando al río cientos de ciudades muertas. Desaparecidas. Hay templos cuyos muros desaparecen para el conocedor de las palabras, de ciertas palabras. Hechiceras.

Estaba convencido que aquella búsqueda pertenecía a otro orden. Era como el gato en la caja. No sabría qué efecto, qué vereda, cuál recoveco, el enigma que antecede a una realidad irrefutable. El aspecto torvo de ciertas realidades. Pensé en la palabra gato. Su simpleza. Produce una sombra breve que atraviesa de prisa un aguacero Lautremontiano. Es como la carta en la cual Kafka mandaba besos que se escribían y por escritos, imposibles. Pero su imposibilidad es lo posible. Se entiende que es una filosofía chabacana. Comienzo a pensar que el gato está muerto y está muerto. Sahumerio. Y aquí aparentemente no ha ocurrido nada.

Esencias y aroma

Como describir los pájaros del futuro, digitales, líquidos, de véras queríamos alcanzar la idea de lo palpable? ¿Por qué la idea no se resiste a la posibilidad de lo palpable?

– Porque a mi siempre me pareció que los pájaros hablaban de un tiempo por venir, no que hablaban literalmente, los pájaros son metáforas, son símbolos, la línea invisible que se traza de un pasado a un futuro y las alas abiertas  del ahora. Por los pájaros conocerás los temporales.

  Y el tiempo. – se escuchó la voz cansada.

El vapor del agua en hervor, de anís estrellado y canela para alejar los malos espíritus del lugar recordaban al asunto siniestro había en los álbumes familiares. Cada vez lo humano era más lejano. Veníamos de escribirnos cartas hasta tener encriptado el pensamiento. Estos pájaros no eran de carne, eran el deseo de alguien. Veníamos huyendo de unos pájaros inquietos, insatisfechos.

Y el olor me llevaba a una memoria que nunca pude asir, pero de la cual me hablaban mis tías. La mesa servida, la mesa con los platos terminados, desordenados los papeles y el plato servido con postres de arroz, de harinas, el extracto de vainilla, el anís y su corteza fractaria. Porque hubo un tiempo de álbumes y memorias cuando íbamos directo al paisaje de la ruina. La ruina como número al que se asiste para aliviar la ausencia, la música de una alegría que antes se esbozaba como fórmula de vida, mucho antes que los pájaros.

Había una ventana que abría con dos hojas de madera hacia afuera. Al otro lado era el ruido de las horas más animadas. La estopilla con un patrón de fractales de Vicsek, era lo único tendido, de hilo blanco interpuesto sobre el horizonte. Y en el tendido dispuestos en orden: los pájaros, quietos como estatuillas de ébano.  Los pasos subiendo y bajando la escalera. Los sonidos intensos al llegar a la boca del túnel que conducía al otro lado del pueblo. Las escaleras servían de atajo, cosa de ahorrar tiempo. El perro ladraba a los desconocidos y se volvía todo un alboroto. Pensaba cómo construir la figura de un personaje en el ámbito de lo creíble. ¿Acaso para esto era que escribía? ¿Representar una realidad para así traducir una realidad a otra? Eso lo consideraba senda estupidez. La literatura era ese lugar al que no le sentaría una alfombra de diseño. El escritor le planteaba al fotógrafo, con ademanes veloces que hacían hincapié en la imposibilidad de una teoría. La mala literatura existía. Igual que existían los oficios mecánicos realizados con torpeza, sea por prisa o por búsqueda de algo que no se halla bajo el oficio desde el cual buscamos. Del mismo modo que un vendedor te convence de comprar el perfume tiene como fijador algo parecido a un cuarto cerrado por años. Le llamaremos aroma porque ha sido su nomenclatura asignada. Haremos el cuento del no perfume que es perfume porque hay una puesta en escena que requiere a un perfumista. Sin embargo la escena funciona mejor sin esa esencia en escena.

Transmutación

¿Acaso el escritor es el animal artístico más cohibido para reconocer en otro de su misma especie el gesto literario? Es una pregunta que se hace Diego una y otra vez mientras garabatea líneas al margen de su cuaderno. La envidia es silente. Esto ya él lo tiene como un dado. No hay quien lo convenza de lo contrario. Él ya se figura a sí mismo como un buzo que se sumerge entre los animales transparentes con algo de luz en su interior. No pelea con la idea. Es complejo le decía Andrés. Pero subía los hombros como queriendo decir nada. ‘Complejo puede ser cualquier asunto, desde una silla hasta una ruta de tren.’ Es relativo le argumentaba Triana. Pero relativo era todo. Llegó el punto que le valía mierda esa transacción de gustos sobre los haberes. A la larga era irrelevante en la hora de la escribanía. Había una piedra que confundían los egipcios con un trozo de nube. Eso le intrigaba. Y él en su trama interior quería conversar sobre ello. Unos cafés, unas notas, unos apuntes sobre una servilleta. Pero esa fragilidad la veía amena entre los músicos o los pintores. No así entre los escritores. En realidad ya había mandado al infierno la idea. Había ocurrido una transmutación dentro de sí. Era cuestión de soltar los pájaros cautivos de una bóveda subterránea. Atisbar el oxígeno a una altura precisa y el movimiento inherente a la escribanía: esa arquitectura de un crujir del aire que lo atraviesa todo.

Supo de un árbol, colgaban relojes de arena amarrados a sus ramas. Pensó en el tiempo. En el ruido de la ciudad que nada tiene que ver con la imagen. Es el tiempo muerto colgado de un árbol. Pero la exigencia de la velocidad y los requerimientos le hizo pensar que la corrosión de los privilegios propios sobre el gusto se había vuelto demasiado insoportable. La literatura no pertenecía a ese laberinto soez. Pensaba que esto de sólo atisbar lo escrito por los muertos o por los galardonados era una necromancia burda. Tal vez en ese árbol el tiempo de los océanos espera cautivo en el cristal para ser apalabrado. Diego, Andrés y Triana reían sobre la idea. La estulticia más grande es que de la muerte nada vence al olvido. Preferían un universo de conversaciones, de vida entre aromas de café y suburbios literarios, aunque la inmovilidad de la arena no apalabrara el sentido que atraviesa el aire o la literatura.

La Fuga

Entre la obscuridad y la maleza, arrastrándose por lo escabroso, apenas jadeantes, los fugitivos se dirigían hacia el norte desde aquella prisión que ya no era cautiverio. Eran alrededor de veinte que con mucho sigilo actuaron su estrategia que ahora los había puesto al filo del sereno. En una fila arrastrada, coordinada, casi sin distinguirse la cabeza y los pies de todos aquellos que serpenteaban ahora entre las piedras y la frondosa vegetación bajo el ruido cercano de varios helicópteros. Un dragón de papel que se camuflajeaba entre la espesura. El cabecilla iba al final de la fila de hombres que ya más jadeantes se alejaban del ruido que casi les sobrevolaba. Cuando llegaran a una quebrada y la atravesaran sin problemas, pues apenas tenía agua, todos reposarían para luego continuar su plan. Atravesaron la quebrada, se detuvieron como habían acordado, se miraron entre ellos con los pechos inflándose y desinflándose aceleradamente, se miraron a los ojos, callados…ni una palabra, ni una queja. El cabecilla sacó una ingeniosa cantimplora que llevaba entre sus piernas pillada. Y les dio de beber a todos que tomaban dos o tres sorbos cada uno y la pasaban. Miraban con agradecimiento al jefe por el alivio a su boca seca provocada por tanta agitación.

El plan era permanecer allí alrededor de venticinco minutos para luego reanudar su primera parte del escape. Y en esa espera, al cabo de un rato, veía el cabecilla cómo cada uno de sus cómplices comenzaban a convulsionar y a contorsionarse, volviéndose un festín de cadáveres en la maleza de manera súbita. Sin mirar atrás, reanudó su trayectoria ahora con la absoluta certeza de su libertad.

Azogue

'Nada es idéntico a la suma
exacta de sus apariencias' - Paul Valéry

Lo que le inquietaba en sus desvelos era esa distancia entre la palabra y lo que la palabra representa; la distancia entre la palabra pensada, la palabra dicha y la palabra escrita. Esos puentes de azúcar cristalizada. El sentido inasible de la existencia de las cosas en el sonido espejo donde reconocemos un lugar común. Un fotógrafo que siempre quiso ser director de cine. Cada vez que fijaba el botón de su cámara sentía que se interponía una distancia parecida entre el objeto capturado y la memoria. Algo muy parecido a lo que sucede con las palabras. Luego, repasando sus fotos impresas, se quedaba con la sensación de que tenía recuerdos por asir, como sentir la tensión de un hilo de pescar y percatarse de que está enganchado a un vacío. Nada pasa. Hubo una fuga. Así era que él definía la vida, una fuga constante de memorias. Mientras me leas yo existiré. Le decía en sus cartas. Para él, esa línea era casi como aquel disco de Miles Davis que solían disfrutar juntos los viernes en la tarde luego de que ella llegara y se quitara los tacos para dejarlos justo en medio de la alfombra. O la fina tela que cubre la acerola que acostumbraban a saborear con los ojos cerrados mientras escuchaban la música dejando las semillas cerca del borde del plato, momento que él siempre recordaba al escuchar el nombre de la fruta. Esa distancia recorrida entre la palabra y la memoria como una cuerda tensa sobre la cual caminan los pies descalzos de alguien a quien no le importa la muerte.

Esos momentos en las tardes donde jugábamos a hacer tonterías, muecas al lente de la nikkon vintage, para luego esperar la sorpresa de la imagen posible en el cuarto obscuro. A mi me gustaba cuando esperando que pasaran las horas ella se quedaba dormida recostada junto a mí, el olor de su cabello me fijaba la idea en la cabeza de que nunca el tiempo es de lo perdido sino de la voluntad del geómetra en cada uno de nosotros. Cuando se busca el sentido de una forma reminiscente de la importancia que le atribuímos a algo conectándolo con otro algo y así sabemos qué precisamente es lo que nos hace sentir vivos. La búsqueda de ella no era igual a la mía. Y esto lo abarcaba todo. Nunca la búsqueda del otro coincide con la nuestra. Y la importancia que le adjudico a una foto no es lo que ella busca. Ella, más que la imagen, busca que el sonido de un sonido melifluo le calme los pensamientos, la haga olvidar el mundo. Busca que lo que yo indague en la imagen sea el tiempo lúdico, la mueca, las torceduras de su boca y ojos y la risa, el tiempo en el cual ella se sienta resguardada para luego irse de nuevo en el tren de las seis de la mañana y comenzar sus tareas automatizadas entre papeles y comandos. Pero ese enigma tan incrustado en su secreto me tomó tiempo aprenderlo. Siempre pensé que para que el sentido de una cosa fuese real alguien debía compartirlo conmigo. Me tomó tiempo saber que apenas alguien comparte un mismo plano, una misma faz de algo, el significado de una palabra. Me tomó tiempo aprender que somos líquidos.

Cinabrio

Escribir es aceptar que toda memoria es un fracaso. Y pudiese esbozarse de manera contraria igualmente definitoria. O el sesgo de ambas ideas. Los bordes de un fractal contenido en una caja de espejos. No tengo que correr a buscar la cita de algún teórico francés o filósofo alemán para servirle de bastón a la idea. Es la idea misma el contrapeso de su ontología posible. Como las historias de fantasmas. Sus avistamientos en hospitales, casas tomadas, fábricas abandonadas, sembradíos mustios o cementerios aledaños. El fantasma es. Su fantasmagoría es inagotable. La tensión que escuece su espectro es inoportunamente improbable, y por improbable: posible.

Sabía la historia del hotel Overlook y del bartender fantasma que se escuchaba sirviendo tragos a diestra y siniestra en la barra. Era un ruido cotidiano, cosa de todos los días más o menos a la misma hora. El cristal contra la madera, el chorro del barril de cerveza servida en ningún vaso, el salón de baile vacío, las sillas altas en la barra inhabitadas, el efecto de la cristalería y sus destellos animados, uno allá, otro acá casi flotando, un ruido que irrumpía como abrir un elevador a una calle ruidosa, de continuo movimiento de pasos, tacones zapateando un jazz poco audible…pues así.

El futuro del fantasma, como el futuro del escriba es un tiempo descarnado. Todos allá abajo estaban jodidos, todos habían muerto. El desastre era inentendible y se le llenaba la cabeza de un pensamiento líquido que le hacía reventar la sien, la presión inaguantable, como un globo a punto de estallar.

«Everyone in the story is a giant fake in one way or another, but for most of them it’s a survival mechanism. How the hell are you supposed to be “authentic” when’s everyone’s telling you you don’t exist?» Esto lo leyó en alguna parte. No recordaba dónde. Buscó y requetebuscó en los magazines al pie de su cama. Lo había apuntado en una libreta junto a direcciones de emails y números de teléfono de personas que apenas recordaba. Entonces tomó conciencia de que la fantasmagoría es inescapable: porque cada vida era un fantasma vivo de otra cosa. Y a medida que pasaba el tiempo todo era cada vez más fantasma, cada vez más ilusorio.

Lo fantasmagórico era el frío. La brisa en un lugar cerrado. Ya confirmadas las ventanas cerradas; comprendió que el miedo era un estado de conciencia, que todo iba a estar bien si él controlaba sus pensamientos. Miedo es ver las gaménidas y no entender el movimiento de trozos de piedra encendidas en fuego, como lanzas de un dios enfurecido.

-¿Cómo piensas la muerte?

-¿A qué te refieres?

Se decía a si mismo. La voz interna era todo el tiempo una metanarrativa. ¿Y acaso así no lo es todo? Una matrioshka de preguntas con corteza de respuestas. Capas de árbol donde se intersecta el fantasma del tiempo. El más temido por todos. La interposición de los recuerdos, la memoria en desorden, la precariedad del recuerdo; todo eso le venía a la mente mientras permanecía inmóvil en el suelo.