Sólo recuerdo el remolino de hojas que se formó en el vapor que defracta la imagen sobre la carretera. Recuerdo el efecto. Una centrífuga en alta velocidad. Vorágine. Como una peña que cae. Me acordé de las veces que bajábamos a Salinas, un camino angosto desde Aibonito, y una gran piedra agarrada de la nada. Desde aquellos paseos pensaba en la muerte.
Luego de dar vueltas y recorrer varios metros se detuvo el carro. Era la súbita certeza en un espiral sumada a la certeza asentada de una carretera vacía. Yo que pensaba que la vida era eso. Una angosta carretera vacía pero sin certezas. Soñaba constantemente que iba en bicicleta en una autopista. Esta vez no era un sueño, transitaba bordeando la muerte y no lo sabía.
Vi la figura de un gato.
En el asfalto.
Mojado como el asfalto de un video en mtv de los ochenta. El gato era una línea que salía desde el asfalto y al asfalto regresaba. Parecido al dibujo de la boa que se tragó al elefante. La superficie del gato brillaba con la luz de la luna. El gato era una línea iridiscente que temblaba. Cuántas vidas tendría ahora. El mundo daba vueltas y yo temblaba de manera más pendeja que aquel gato. Aceleré y me perdí de todo aquello. Pude haberme detenido, sí, tienes razón, pero la noche y esa carretera no mezclan.
Lo único que sentí fue un leve golpetazo. Pero en mi cabeza la certeza del momento era la muerte. En ese remolino estaba yo solo, el gato estaba afuera. Pero yo ni lo sabía. Luego de detenerme pensé que era un bulto. Hasta que vi sus orejas levantarse, de seguro hubiese vivido, de seguro sí. Entiende de una vez que no podía detenerme. Un gato satisfecho no se lanza a la calle. Tal vez alguien lo abandonó o no tenía dueño. Entonces me recriminabas lo del gato con esos movimientos de abanico en high con las manos bien cerca de mi cara, como si el susto que pasé fuese poca cosa. Y habías leído ese día la noticia de los hallazgos en el Saqqara. Creeías que era enternecedor la costumbre de envolver en lino a los gatos y yo te decía que no sólo a los gatos sino leones, cocodrilos, monos y ratones y tú insistías en los gatos, ah, los gatos: eso era otra cosa. Y yo miraba tus ojos, y tus palabras se iban a la tumba donde van a parar los ecos. Yo me fijaba en superficie que se esconde tras la vidriosa esfera de tus ojos enfurecidos. Se me parecía al color de Kepler-186f. Veía tus cejas arqueadas hacia adentro, como las de un pinball.
¿Cómo si milenios antes, toda una civilización tendría este ritual para los gatos y a mi no me importó dejar uno en la calle? Preguntabas alterada.
Pero desde cuándo nos volvimos tan frágiles. Es un gato. Tan simple esa palabra, tan simple es encontrarse con uno. Simple es pronunciarlo, simple sentir su mirada, ¿has contado cuántas veces un gato ha puesto su mirada sobre ti? ¿No entiendes lo aterrador de una calle vacía a esa hora? No entiendes que aún queda un terror y de los más terribles. La mirada de un gato a esa hora, precisamente en esa carretera. ¿Sabes de qué está hecho el mundo a esa hora? ¿Sabes de qué está hecha la mirada de un gato a esa hora?
Pero el que tenía que vivir con la angustia del gato era yo. El gato podría estar vivo pero igual pudo haber muerto. Creo que todo pude pensarlo al recordarlo súbitamente por primera vez. Fue un hervor esclarecedor. Pero en aquel momento sentía la curvatura del tiempo, daba vueltas y parecía no poder pensar, el remolino a alta velocidad y el gato en alguna parte; afuera. No hallaba imaginar cuánto podría durar el recuerdo de aquel frío, la neblina, la carretera. Temblándome las piernas guié hasta una estación de gasolina. Me detuve. Había dos chamacos. Uno con la pierna trepada como flamingo contra la pared, el otro con una botella en mano y la otra haciendo movidas de director de orquesta en temporada primaveral. Entré. Compré una botella de agua y un beef jerky. Pedí unos cigarrillos. Salí de regreso al auto. Encendí el motor. Aceleré lento. Regresé al lugar a ver si veía al gato. Me detendría. Lo salvaría. Pero fue inútil. Pasé con las luces largas y nada que ver. Me pareció ver la imagen de una figura vestida con piel de pantera cruzando la calle. De seguro era intentando no sentirme solo. ¿Sabías que según el color del aceite y las lámparas de alabastro se lee el futuro? Lo leí en alguna parte. Pensé que lo que fuese leído en la palma de mi mano o en la borra de café al fondo de la taza era la palabra misma como conjuro y ese conjuro causa perplejidad. El recuerdo es una suerte de perplejidad. Tenía que encontrar al gato si quería estar tranquilo. Todo intento rayó en la inutilidad. Trataba de explicarte que en tus ojos yo veía esa superficie, de la cual no tenemos idea de su temperatura. Tampoco tengo idea de tu temperatura. Como no la tuve de aquel gato. Sabía que te parecería atroz y cobarde. Ahora mismo no tengo idea de su temperatura. Nunca sabré. Y esto en sí es una perplejidad.
Pensaba todo esto mientras pasaba lento en el auto buscando al gato. El espacio dimensional que ocupaba su figura me recordaba los intersticios en las figuras de encantamiento visual del palacio de Alhambra. Con la precisión de un reloj atómico mi mente urdía teorías de la probabilidad de vida que pudiese tener el felino. La posible ecuación de relatividad para este evento extremo. Hubiese podido calcular la distancia entre el evento y la posible muerte del animal. ¿Pero qué digo? El enigma contenido en un agujero negro o las configuraciones aleatorias de un cuarzo a metros de profundidad en una cueva mineral son tan inaprensibles como la teoría de vida o muerte de aquel gato.
Las anotaciones que Heródoto hiciera sobre la batalla de Pelusio y el libro perdido de Polieno, ‘Estratagemas’, narran cómo el ejército Persa venció al hijo del Faraón que había muerto cobrándole a éste el engaño de su padre. En los escudos la imagen de Bastet, con su sistro y una mirada felina cuyo semblante no podría ser dañado ni remotamente por los egipcios. Lanzaron gatos hacia las almenas hasta lograr la victoria persa luego de atravesar la península del Sinaí. Heródoto cuenta que matar a un gato resultaba en una condena que hasta costaba la vida. Los arqueros egipcios simplemente no podían lanzar al ver la imagen de Bastet cuyo doble era Sekhmet: su ira traería desgracias mayores para el reino. Tras la contienda, miles de cráneos fueron hallados luego que la tormenta de arena terminase. Como una canción antiquísima, papiros óseos cuyo críptico lenguaje oculta las razones por las cuales el Sol desciende a los infiernos.
No era casualidad que las estatuas de los gatos difuntos fuesen colocadas de cara al sur. Gatos con bocas purificadas con natrón e incienso. Las bocas de las estatuas que acompañaban a los cadáveres perfumados eran ungidas con elixires de plantas milenarias y arenas subterráneas. El cuerpo embalsamado y la estatuilla en una danza de transubstanciación. La estatua era el doble de los difuntos. Incluyendo los gatos del Nilo. Tendría un escarabajo tallado en piedra verde sobre el pecho, corazón que guarda lo vivido. Heródoto contaba que cada vez que se moría un gato el dueño se afeitaba las cejas en señal de luto. Los ojos al desnudo del dolor. Moría un gato y nacía una máscara anodina que marcaba una ausencia sacra. Los arqueólogos han estimado que hubo hallazgos de piedras preciosas, pócimas y aromas de recetas secretas donde había cientos de gatos momificados enterrados junto a momias que simulaban envolver en lino a la misma especie pero que resultaron estar vacías.
Las alquimias que profesaban en la palabra del ritual eran una forma de vida. Lo embalsamado es acompañado de jade. Piedras mágicas que contenían el tiempo vivido y el tiempo del enigma. A su vez, las bocas de las estatuillas se frotaban con grasa y se humedecían con leche. Les acompañaba un escarabajo en resina engastado en oro y un texto grabado de naturaleza críptica. Frascos de alabastro. Inscripciones secretas. Esa palabra que transita la muerte como materia y que al proferirse es creadora de realidades. El cuerpo del gato momificado es un fluir constante. Un río. Bordeando al río cientos de ciudades muertas. Desaparecidas. Hay templos cuyos muros desaparecen para el conocedor de las palabras, de ciertas palabras. Hechiceras.
Estaba convencido que aquella búsqueda pertenecía a otro orden. Era como el gato en la caja. No sabría qué efecto, qué vereda, cuál recoveco, el enigma que antecede a una realidad irrefutable. El aspecto torvo de ciertas realidades. Pensé en la palabra gato. Su simpleza. Produce una sombra breve que atraviesa de prisa un aguacero Lautremontiano. Es como la carta en la cual Kafka mandaba besos que se escribían y por escritos, imposibles. Pero su imposibilidad es lo posible. Se entiende que es una filosofía chabacana. Comienzo a pensar que el gato está muerto y está muerto. Sahumerio. Y aquí aparentemente no ha ocurrido nada.