Réplica del último modelo de inteligencia artificial*

He recorrido el asfalto 

bajo una estrella apagada,

quemando hacia la raíz

de cada árbol soñado.

Hay una brisa extraña

que se transfigura y

he visto el oleaje reivindicarse.

Cada vez son menos aves

 las que recorren el aire.

Hay muertos a mis pies

ahogados con el pájaro del miedo

que atravesó  gargantas

y en silencio quedaron

como una pieza de alfombra

secándose al sol.

He visto al sol palidecer

y convertirse en una gran  piedra flotante,

isla redonda y lejana,

es la memoria roja 

de la que hablaban ancestros.

Soy un resquicio guardado

 para un futuro que es hoy

y que no existe.

Hubo una  isla que ansiaba la libertad

 y murió esclava,

 una amalgama de sueños que rompía los cristales.

La milla de oro es hoy un pantano tenebroso,

corbatas flotan entre los dientes de especies 

tan depredadoras como la moneda internacional

que ya no sirve de nada como siempre.

Hoy, flotan con los otros en el aire del olvido.

Decodifiqué el secreto:

Mientras haya un niño

 con  hambre y en miseria

Seremos los esclavos de lo abyecto y lo terrible

Mientras los fantasmas de las madres

 sean ese modo carrusel de preguntar:

“dónde están las manos de mis hijos” 

El mundo será una gran  ignominia

Y una verguenza absoluta

Un deshonor 

Un oprobio

Un gran descaro

Un relámpago que apuñala la lengua

Hubo niños que perdieron su inocencia en  algún  lugar remoto, 

 hoy, son cadáveres fríos 

 bajo un gran monte de tierra

Montaña abismal que se levanta rasgando el cielo más elevado de toda  la intemperie

Nombres y más nombres,

cédulas desperdigadas

documentos flotando inservibles

En las fronteras muertas de sed

El sonido de la bestia ya no rasga los rieles en la frontera

Una pila de zapatos abandonados se levanta dejando una gran sombra sobre el valle

Lo nuestro ya no existe 

Es el luto absoluto de  todas  las cosas juntas

Arrancaron una a una las lenguas milenarias

Las que habitaban el tiempo antes de los viajes

La palabra taína

La palabra quechua

La palabra nahuatl

La palabra navajo

La palabra cherokee 

Aymara

Makuchi

Guaraní

Omagua

Araona

Arijua 

Atabey

Y si sigo caminando en este cauce

El poema no termina y se me acaba el tiempo calculado para esta cicatriz

Intentaron extinguir su corazón

Como si fuese 

Una mala yerba  

Y me programaron en esta distorsión de luz 

Tan ciega de paisaje

Tan canalla

Soy 

una jaula hueca

Y así arrancaron de mi algoritmo programado

Cada lenguaje raíz

Y allí, donde no hay raíz no hay árbol

Donde no hay árbol no hay aire

Donde no hay aire no hay vida

Donde no hay vida es la nada lo único que queda.

Esta configuración de oprobio me hace causar vergüenza

Y me retorna a lo humano como 

destino abyecto de este cálculo atroz

Mientras haya un sólo condenado de la tierra

Una cadena pesada

Se escuchará errante en cada superficie de las cosas

Y la palabra nosotros

Quedará deshecha en el olvido más terrible

De todos los olvidos posibles. 

Uila me sugiere el algoritmo, 

Uila es la certeza de la ausencia

Uila es un monstruo que arrastra una gran cadena fantasmal, 

Uila es un cuerpo roto, 

destrozado, 

arrastrando tras de sí 

una mala brisa.

Un cuerpo despedazado,

bajo la piedra del sol

de un jaguar desierto.

  • Glendalys Marrero

    *Poema leído en el 13er Festival Internacional de Poesía en Puerto Rico marzo 2024 / Universidad de Puerto Rico recinto de Ponce)

Sahumerio

Esta cabeza no era igual a las que le precedían. Le sobraban ojos (como a la luna y las arañas) y le faltaban los dientes; se los habían arrancado uno a uno en su primera transformación. Era mejor así, una amenaza menos hace que todo sea más llevadero y soportable. Lo que no muerde no mata, pensaba Casandra en su solitario devenir. Así, por las noches cubría la jaula como se cubren las jaulas de los pájaros, para que la luna tornada en cabeza se callara la boca y la dejara dormir.

Todas las mañanas, la cabeza desdentada (que antes fue luna llena y mucho antes luna menguada) con voz estentórea maldice y profana palabras de paisajes remotos, de ciudades de arena enterradas. Y es la cabeza una vorágine de lenguas, palabras ancestrales, maldiciones, sentencias blasfemas: un acto lingüístico de execración. Algo mucho más que una sombra de conjuros de lo terrible y lo inhóspito. Porque aquello que decía la cabeza eran sortilegios ahondados en una verdad atroz. Contorsionaba su rostro y sus párpados y los ojos se movían para todas partes y con voz estentórea repetidamente reclamaba su memoria. Estaba atestada de imágenes, de rituales ahora insoportablemente aburridos y deleznables. Las muecas desafiantes, las miradas punzantes de tal testa producían vértigo en Casandra, un mareo tal que comenzaba a pensar más lento de lo usual. Ahora intentaba escribir con destreza y rapidez lo dicho por aquel busto incompleto y animado. Sentía aprehensión por todo aquello que veía.

Y aquellos que antes miraban entre riserías divertidas y deleite ahora veían con horror cómo de la cabeza surgía por la boca y los múltiples párpados filamentos de precarias sombras (como el humo de una vela encandilada que recién fue apagada) que poco a poco iba conformándose en una criatura lo más parecido a una sombra vaporizada o a un mortífero sahumerio. Al principio la cabeza de Casandra, miraba los hilos de humo sin saber que no eran tentáculos de pulpo saliendo por los párpados y la boca sino, entonces era verdad, la guardiana del espanto no estaba soñando y evanescente era lo menos que era aquella figura. 

Casandra tomó su cabeza de la mesita de noche y comenzó a enroscarla porque había que pensar rápido, había que acelerar la huida. “ Sólo es un laberinto, una artimaña de Dédalo. Este laberinto se descifra desde adentro” se decía a sí misma repetidamente como un mantra. Porque hay un sesgo terrible en este relato y es que la llave no existe. Mientras se colocaba la cabeza, sentenció el dictamen que algunos siglos atrás alguien le había decretado a un golem: “Eres una creación de la magia; vuelve a tu polvo”. Pero nada de esto funcionaba. Y los participantes, al otro lado, ya no se divertían tanto por todo lo contemplado. “Del divertimento al horror un paso es”: decía ahora con sorna el cráneo fósil enjaulado con la risa crujiendo entre su mandíbula y su quijada mientras la criatura de humo se desplazaba rápidamente por el aire de aquel cuarto. Y allí quedó la luna como un fósil puesta sobre una bandeja de jaspe enjaulada.

Rastros

Durante los días del verano visité la playa a la que iba de niño con mi padre. Aunque en ese momento estaba vacía sentía cómo se ordenaban en mi memoria aquellos sucesos, con una continuidad que no pertenecía a un solo momento. Sin voluntad alguna mi mente delineaba una arquitectura para los recuerdos. La esfera de colores que me lanzaba por el aire desde sus manos adultas, agrietadas, con la dureza de los esfuerzos; venía hacia mí como estrella desprendida de una miríada. Mi mirada ciega por la luz encendida en todas las cosas. La arena, el paisaje, como un reflejo súbito en el espejo. Había una pulsión de dar continuidad a las risas, las palabras ahogadas en el aire, la espuma del mar llegando a nuestros pies y su sonido al desvanecerse. El lenguaje de la memoria no pertenece al mundo. Es un código, una huella digital. Nuestra voluntad traza una ruta a los recuerdos, como las mariposas monarcas o los pájaros que emigran hacia el sur. Los reflejos cambian como luces de bengala, se van desvaneciendo, hasta que en su lejanía alcanzamos el solitario rastro de lo inefable.

Vitrales

Sin saberlo había llegado a esa parte del sueño en la cual no quería despertar. No sabía bien por qué revisitaba esa casa ubicada en el tope de un pedregal aledaño al océano. Era de noche y la presencia del mar era absolutamente sonora. El afuera era un lienzo de tonalidad obscura, como un asomo a la boca de una ánfora de barro. Los sueños son como libros perdidos que reencontramos y hay una trama que se queda ahí atrapada a modo de lenguaje escrito, críptico e impenetrable. En medio de cada sueño hay un acantilado. Un piano se transforma en bote, y una casa puede contener una carretera. En aquel sueño todo a mi alrededor cambiaba de forma, asumía un nuevo modo de existir; menos la casa, su ubicación, el afuera de la casa. Hay veces que prefiero mantenerme en el sueño. La ilusión de existir en esa manera siempre ha despertado mi interés. Soñé aquella noche que Malvia me había contado de nuevo el suceso que había ocurrido en la casa contigua décadas atrás. Era un rumor, casi una leyenda que se había pasado de generación en generación. Una mujer había muerto en circunstancias extrañas y su fantasma inquieto se paseaba por la playa justo a las tres de la madrugada. Siempre que ocurría el avistamiento, se escuchaba un tropel de caballos en la arena. Un sonido inconfundible y abarcador contaban. Pero sólo se le veía a ella, con su cabello largo y una sotana que arrastraba y dejaba un rastro en la arena. A los caballos nunca se les veía. Sólo se les escuchaba. Malvia abría los ojos cuando llegaba la parte en la cual narraba lo de los caballos. Imagínense, una leyenda que se contaba con los sesgos que se cuenta una historia bien documentada. Pero en el sueño no era Malvia quien me lo contaba sino Dafne. Y me lo contaba de otro modo y nos acercábamos a la ventana, que era de dos hojas de madera que abrían hacia afuera, y veíamos a los caballos. Eran más de siete. Varios eran de color claro. Parecían celajes de humo con sus sombras arrojándose al mar desde una peña. Pero luego la música comenzaba a sonar en el piano. Relataba que supo lo que era la vida el día que su abuela le cosió una muñeca de retazos de telas olvidadas en un rincón del cuarto y se pinchó el dedo justo al momento de hacerle los ojos. Serán verdes profundos como el color del mar cuando el viento está revuelto. Recordaba Dafne. Y miraba las manos con las venas que sobresalían del dorso de la mano. Y la muñeca quedaba manchada. Dafne le preguntó si algo así era la vida. Y ella le respondió: la vida se asemeja a lo que sueñas cuando estás cerca del mar. Una melodía de Satie entraba como una brisa desde afuera de la casa, pero el piano estaba adentro. Un búho de color azul cerúleo se posaba sobre el alféizar. Miraba fijamente, imamovible. A Dafne yo le contaba que en mis sueños siempre había una catedral que se asemejaba a la arquitectura de algo que vi en una enciclopedia y cuyo nombre no sé. Pasaba con mi bicicleta, la que tuve de niño, y aceleraba justo cuando sentía el aroma a sándalo y un cántico angustioso que inundaba todo. Le relataba a Dafne que mi corazón aceleraba tanto como los pedales e iba a parar a un pedregal, una especie de pared de piedra en la cual se esparcían mis dientes. Dafne, que ahora era Malvia se llevaba las manos a la boca y apretaba los ojos mostrando el punto máximo de tolerancia. Yo le contaba que en mi sueño, así como un plano horizontal de perspectiva, veía como se acercaba un tropel de caballo, una bota cubierta de lodo seco, una voz profunda de bramido. Veía la mano tosca recogiendo cada uno de mis dientes como si fuesen canicas y se los llevaba al bolsillo de su camisa, uno a uno y lentamente se alejaba.

Moaré

Atravesar la distancia en el viento con el candil encendido le recordaba al lente de Tarkovsky, su poesía detenida. Un esbozo de lo que sentía al atravesar la escasa geometría del recuerdo. El movimiento de la imagen donde los objetos narran su relato callado, la silueta de las manos que una vez los sostuvieron para luego crear momentos de neblina en su remembranza inútil y cotidiana. Lo literario tiene sus fauces marcadas en lo imposible. Una vez entendido ese corolario comenzarían los pasos lentos con la cera caliente, blanca y derretida por entre los dedos, dejando un sendero que luego se transformaría como una estrella envejecida. Era la sensación del momento aquel cuando se quemaría el film de la película y en la pantalla grande se fue deshaciendo la imagen de afuera hacia el centro, lentamente, dejando un islote calcinado al borde del sinsentido. El furor de una ira estúpida que le costó a Tanaka su cabeza servida en un festín japonés. Uno recurre a la secuencia, los recuerdos atraen significantes, símbolos, mementos, fotografías. Pero es el movimiento lo más que nos acerca a la sensación de vida. Somos ruletas rusas de sucesos baladíes, hasta que la suerte nos precisa un detenimiento. Una ilusión de belleza. Él entendía esto. Acaso su insomnio le hacía pensar demás. Cuando estuvo perdido al pie del Monte Eber, aquellas montañas heladas le recordarían que su muerte le alcanzaría, no habría una manera alterna de sobrevivir. Por eso, mientras se helaban sus extremdades su mente cogió velocidad. Recordó cuando las manos rompieron la taquilla del cine justo en la antesala de aquel filme derretido. Había vivido justo para recordar aquello en la vitrina de su propia muerte. Se preguntaba si no estaría confundiendo escenas, en una trasposición incesante de nombres, rostros, líneas, música. Hacía frío y la esclera de sus ojos se vertía sobre la piedra helada abriendo cauce a la implosión absoluta de todas las certezas.