Arcanum

Por encima de todo
huyendo de la hoguera
se resiste el mercurio a perder su forma.
La membrana líquida de plata
halla la temperatura de mi gesto
que sorbe del abismo
un vacío
un lenguaje
un salto al silencio
cuya velocidad teje una camisa de fuerza:
la palabra es querer decir el universo,
extender los tentáculos
lo más que se pueda
como un barco que se hunde.
En el agua marina
revelar el alcance
que lleva la neblina al cárcavo,
anunciando la conflagración de un bosque
contenida.
En esa profundidad
se guarda
el sentido del mundo.
Un cazador de sueños
custodia la mordedura,
hipnotista
que incendia la mirada
de un animal mítico:

no parpadea
porque nunca duerme.
Así no decolora el recuerdo
guardado en la resina ocre
del ámbar de su ojo,

fósil de recuerdos,
álbum que no calla sino
extiende tentáculos,
humo fugitivo de la hoguera
para decir lo indecible.
Óleo azul sobre rieles
o una escalera.
Yace un fantasma
con alas de humo
para hacer volar las cosas
que de los ojos escapan.

Naipes

(fragmento de novela inédita)

Con las barajas entre las manos como navajas y una flor imperial, una ristra de marineros jugaba a pesar de la marea que estaba alta como la muralla de aquel glaciar a más de tres mil metros de altura. Sabía que la probabilidad de la escalera real era un trampa, un despiste entre los que azuzaban los dedos para hacer movimientos rápidos imperceptibles para los ojos de cualquiera. El paladar degustaba un borbon, uno de los más caros, lo había traído Melecio cuando llegó descalabrado de cuando lo despidió para siempre Svetlana en el muelle. Tenía nombre de rusa pero era marroquí. La cosa es que entre los tragos y las barajas mediaba una desconfianza entre ellos, unas ganas de rajarse. Total, la marea estaba indómita y aquella barcaza se movía como se mece una hamaca vacía en manos de un niño inquieto. A Melecio no le importaba un carajo la jugadita nebulosa, hasta dispuesto estaba para hacerse el perdedor, aunque era de los que detestaba ir atrás en las apuestas… lo de Svetlana le había destruído el alma como aquella vez cuando el barco de pesca irrumpió en el muelle luego de una ventolera, se amaneció recogiendo maderas y uno que otro bañista desorientado. Estaba hecho mierda en realidad. Él la amaba. Como la sombra aquella que veía a las tres de la mañana sobre la pared helada del glaciar que rodeaban cada vez que se proponían despegarse del mundo, los periódicos y los televisores. Es decir, la amaba como a la sombra de la barcaza reflejada en el espejo helado de la pared azul que era negra como la noche a esa hora y aún no se explicaba cómo a pesar de tal oscuridad alcanzaba a ver la sombra sobre la sombra misma. Algo así era Svetlana. Una sombra proyectada sobre la noche, o lo que le explicó su hermano cuando dijo que pintaría sobre el canvas la luz sobre la luz. Y aún sobrio entre apuestas ebrias sobre la pequeña mesa le satisfacía quedarse entre lo helado de una metáfora contenida en el sinsentido, dislocada en el reloj de un tiempo imposible, porque ella estaba lejos, siempre presente en la pulsación que le provocaba el licor caliente que bajaba por su garganta para llegar a un olvido inalcanzable. Sabía de antemano, que aunque se bajara la botella, a la mañana siguiente ella volvería a ser una versión de la luz sobre la luz, como un cuadro de Van Gogh inolvidable, un puente delineado sobre el trigo, un sol fehaciente de que ella anunciaría otra vez la noche, de las tres de la mañana, como la muerte cobijándose entre la muerte misma y el silencio inhóspito de un olvido imposible como la flor imperial y el barajear de las cartas que entre la risa sardónica y la borrachera se escuchaba entre los dedos como galope de un caballo salvaje que eternizaba el instante en su velocidad.