Ojos de clepsidra

Una vez devorado todo, se van”

Horacio Quiroga

A través del lente veía el desfile de hormigas en caravana bordeando las cuencas de sus ojos. El cadáver yacía tirado allí hace unos días. Ella vio el descomponerse de la forma, cómo el contorno de aquel cuerpo tirado en el pavimento se transformaba a un ritmo casi imperceptible día a día. Nadie pasaba por allí. Ella sentía que contenía el secreto de aquella silueta contorsionada, pero tiesa, inmóvil, lejana. Estaba en un cuarto piso y mirando a través del lente, como siempre hacía en las noches, se topó con la figura del cuerpo y poco a poco ajustando el lente hizo zoom a los ojos de párpados abiertos habitados ya por un vacío. La potencia del lente le permitía ver los funículos temblorosos de cada una de las hormigas, el movimiento ágil de sus patas, la traslación de su abdomen, el color de su tórax, la textura de sus tarsos. Al otro lado de la calle, al otro lado del cristal de una ventana húmeda y a la misma altura que ella, había una niña. Veía como se acercaba a la ventana pegando su rostro al vidrio y miraba desde el ángulo perfecto para que el cadáver no pasase por desapercibido. Ella se preguntaba si La Niña le habría comentado a alguien lo que veía cada día que pasaba, cada noche porque desde el descubrimiento La Niña siempre había estado allí. A su espalda se veían largas sombras pasar, tal vez algún familiar que no se detenía ante la perplejidad de la niña que se pegaba tanto a la ventana que podía ver la estela de su aliento en el cristal. La Niña dibujaba figuras con su pequeño dedo sobre la superficie transparente. Ella no sabía si escribía palabras. Ajustaba el lente y alcanzaba ver signos, letras, acaso jeroglíficos que sólo La Niña comprendía, telepatías figuradas sobre el vidrio, acaso una señal incomprensible. Ambas como gárgolas de piedra vigilantes a un abajo, mirada detenida, bordeando el enigma de las horas desiertas, del espacio muerto habitado en el cuerpo del que ahora surgían pequeños movimientos brillosos, larvas del tiempo que dictarían luegola hora exacta de su muerte. Qué vería la niña desde aquella perspectiva, con una vela encendida en su mano mientras la flama escapaba a su sombra? Qué entenderían aquellos ojos de la pequeña mirando las concavidades recorridas ahora por diminutas máquinas que parecían diseño de un futuro inimaginable? Pensaba en su madre, aquella vez que inmóvil la encontró en su cuarto. Ella no alcanzaría a ver el movimiento. El momento justo en que sus manos diminutas tocaron la piel fría de sus párpados abiertos. Lo que brilla ve, versaba Rimbaud, era el lento traslado de los ojos a los ojos y hacia los ojos huecos que permanecían abiertos como cavernas de un enigma. Una muñeca rusa terrible un laberinto fractal o un juego de cajas chinas que al final huye como un fantasma escurridizo del lenguaje. Aquello que no suscita palabras es un código atroz, un espectro abandonado, una ruina.

Los ojos iban perdiendo el brillo al paso de los días. Las mandíbulas de las hormigas se clavaban al borde de las pestañas. Ella recordó las imágenes vistas a través de un microscopio. Una especie de hormigas sin ojos, pequeñas máquinas ciegas que conocían a cabalidad la urdimbre de la muerte. Sabía que vería grandes tenazas devorando la carne que ya cedía fácilmente, una especie de terrario donde criaturas se detenían a roer. Animales presurosos, diminutas fieras incansables, hurgadoras de la carne, bebedoras del líquido en espesura. Veía como al paso de los días las pupilas se iban vaciando, cuerpo de agua de flácida ilusión, iba dejando un hueco insostenible a la mirada. Acaso todo lo visto por aquel cuerpo habría sido consumido por las hormigas y ahora eran diminutas maquinaciones de recuerdos en tránsito hacia el centro de la tierra? Acaso no era la niña el único testigo ocular de la soledad de aquel cuerpo en estado horizontal como un atardecer en la playa? Mientras sus ojos hurgaban a través del lente sabía que la niña imaginaba que las palabras de su madre a modo de fantasma salían de aquel cuerpo, relatos contados en susurros hasta pasar el umbral del sueño. Imaginaba el mar con su mundo submarino transeúnte de imágenes en fuga. Los ojos ahora hundidos como un barco antiguo clavado en el fondo del mar. La clepsidra estalla.

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